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septiembre 8, 2016

Asombrarse, ver con la mirada de un niño


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«Yo no doy el mundo por supuesto»
-G.K. Chesterton-

Desde que nació mi primera hija, algo que me hacía mucha ilusión era volver a descubrir el mundo a su lado. Tenía tantas ganas de aprender a ver con la mirada de un niño, de observarlo todo detenidamente como si fuera la primera vez. Y es que el estar con niños tiene esa magia, a veces demasiado desgastante para los adultos, de querer conocerlo y saberlo todo, hasta sus últimas, o mejor dicho, primeras causas.

Ahora, tengo una personita con escasos dos años detrás de mí todo el tiempo, con deseo de aprender, que me pregunta constantemente: “¿qué se llama ese mamá?” Lo mejor, es que muchas veces mi respuesta viene seguida de un: “¡qué hermoso es!”. Y es que ella, como seguramente muchos de los niños, tiene esa capacidad de ver belleza incluso donde para otros es casi imposible apreciarla.

Los niños pequeños, dice Catherine L’Ecuyer, tienen un sentido del asombro admirable y sorprendente ante las cosas pequeñas y los detalles que forman lo cotidiano que es lo que les lleva a descubrir el mundo, lo que les mueve a aprender, a satisfacer su curiosidad y a entender lo que les rodea. Ellos no dan el mundo por supuesto sino que se admiran ante una realidad que es, pero que sencillamente podría no haber sido: ¿por qué llueve hacia abajo y no hacia arriba? ¿por qué las olas son blancas si el mar es azul? ¿por qué…?

El asombro es el principio de la filosofía. Por esto, se puede decir que los niños son pequeños filósofos. Jutta Burggraf, teóloga alemana, decía que cada persona es un filósofo puesto que todos tenemos la capacidad de pensar y reflexionar, y yo añadiría, de asombrarnos.

El asombro en los adultos es poder descubrir en aquello que ya hemos visto antes, un algo que nos atraiga, que nos sorprenda y nos llame la atención. Implica ver con unos lentes diferentes lo que vemos en nuestra vida diaria. Es redescubrir y recrear. Los niños hacen esto con tanta facilidad y de una manera tan natural que deberíamos aprender de ellos. He leído el mismo libro con mi hija al menos unas 30 veces, pero ella se sigue emocionando en las mismas partes como si fuera la primera vez. Pero, al mismo tiempo va descubriendo nuevas palabras o cosas de las ilustraciones en las que antes no había puesto quizás demasiada atención. De ahí que cada vez que volvemos por sus páginas sabe y conoce un poco más. Es un aprendizaje en espiral, que cada vez se va haciendo más y más grande.

Pero los adultos estamos demasiado acostumbrados a dar por supuesto muchas cosas que se nos hacen normales. Es más, algunas veces ya ni siquiera nos damos cuenta de que están ahí o de que existen sino hasta que desaparecen. Tenemos esa sensibilidad de valorar y admirar apagada o dormida. Vivimos una vida de prisa, con la mirada puesta en aparatos electrónicos y nuestros pensamientos en las preocupaciones de cada día que nos cuesta parar un momento cuando caminamos por la calle para observar las hojas que levanta el viento, las flores que han comenzado a abrir, las palomas picando un trozo de pan, etc.

Hace unas semanas, me sorprendí a mi misma con la cabeza agachada y mirando al suelo mientras caminaba sola. Iba tan metida en mis pensamientos que no prestaba atención a nada más. Me propuse prestar más atención al caminar y hacerlo con la mirada en alto. Y así, días después, descubrí la fachada de un edificio en la que nunca había reparado a pesar de pasar por ahí cada día.

Hay tantas cosas pasando a nuestro alrededor que nuestro ensimismamiento nos impide prestar atención. Yo por eso, prefiero caminar al lado de mi pequeña maestra y dejarme llevar por lo que ella me enseña, intentando ver el mundo a través de sus ojos.

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