“Los seres humanos necesitamos cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho para mantenernos y 12 para crecer.” – Virginia Satir-
Durante la primera mitad del siglo XX, influyentes autoridades en materia de crianza aconsejaban a los papás no cargar ni tocar a sus bebés, a menos de que fuera estrictamente necesario. Defendían que abrazar, besar o acunar a sus bebés o hijos pequeños era perjudicial pues los hacía débiles, malcriados, dependientes y mimados, además de que era considerado antihigiénico.
Hoy en día sabemos que necesitamos del contacto físico para vivir, no sólo durante los primeros meses o años de vida, sino durante toda nuestra existencia. Podemos vivir sin ninguno de los otros cuatro sentidos: sin ver, escuchar, oler y, aunque no sea del todo agradable, sin saborear la comida. Pero no podemos vivir sin tocarnos, sin abrazarnos, sin sentirnos. ¿Te imaginas no poder tocar a nadie o tocarlo y no sentir absolutamente nada? ¿Cómo sería la vida si nadie nos abrazara?
Durante el confinamiento del 2020 muchas personas quedaron aisladas y experimentaron lo que los expertos definieron como hambre de piel. Es decir, sufrieron una necesidad y un deseo profundo, intenso y urgente de tocar, abrazar, acariciar a otra persona. Y es que estamos hechos para abrazar, tocar y tener contacto físico con las demás personas de lo contrario podemos tener graves consecuencias psicológicas y neurológicas.
Abrazos para sobrevivir: el contacto físico es imprescindible para poder vivir.
A principios del siglo XX, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis sostenía que el bebé se relacionaba con sus padres por el simple hecho de que eran quienes cubrían sus necesidades fisiológicas. Para él, alimentar un bebé era suficiente para crear un vínculo afectivo con su madre.
En 1945 René Spitz llevó a cabo un estudio con bebés criados en orfanatos. Éstos eran alimentados por los escasos trabajadores sanitarios que se limitaban a atender sus necesidades médicas e higiénicas. Sin embargo, no recibían ningún tipo de muestra de contacto que les transmitiera amor y cariño, no los abrazaban, acariciaban o acunaban.
Se dieron cuenta de que muchos bebés morían antes de los dos años y aquellos que sobrevivían desarrollaban retrasos cognitivos, lingüísticos, motores y afectivos a pesar de que sus necesidades biológicas estaban cubiertas.
El problema era que los bebés estaban privados de sus madres biológicas y, además, no establecían una relación con ninguna persona que los cuidara, acariciara, abrazara, etc. Spitz denominó hospitalismo a esta especie de depresión que sentían los bebés por falta de cariño.
“Aunque usted esté muy ocupado, debe siempre disponer de tiempo para hacerle sentir a alguien importante”.
René Spitz
Por otro lado, unos años más tarde, a finales de la década de los 50’s, el psicólogo Harry Harlow y su equipo de investigación de la Universidad de Winsconsin realizaron un experimento que hoy en día sería éticamente cuestionado por su crueldad, pero en su momento arrojó mucha luz sobre la necesidad del tacto en los monos y, por consiguiente, en las personas.
Dicho experimento consistió en separar algunas crías de macacos recién nacidos de sus madres. Los aisló en jaulas en las que instaló dos sucedáneos maternos. Uno de ellos era una estructura de alambre desnudo con un biberón del que podían beber leche. El otro estaba cubierto de una suave felpa y era más parecida a un macaco, pero no tenía biberón.
Así pues, lo que Harlow y su equipo observaron es que los monos iban a la estructura de alambre a por comida, pero cuando terminaban preferían estar con la “madre” suave de felpa.
También utilizaron una especie de monstruo mecánico que movía la cabeza para asustar a los macacos y ver cuál era su reacción ante el miedo o una situación estresante y amenazadora. En cuanto lo veían aparecer, las crías corrían a abrazar desesperadamente y acurrucarse en el sucedáneo de felpa.
Más aún, si el muñeco suave era retirado de la jaula, los monos mostraban signos de desesperación por buscar a su falsa madre de tela. Cuando ésta regresaba, volvían a un estado de calma, aunque permanecían alerta a que ésta volviera a desaparecer. Puedes ver un sobrecogedor vídeo del experimento aquí.
Este experimento, impensable para nuestros criterios modernos, sirvió para comprobar que el amor a través del contacto físico es tan esencial como la alimentación. De hecho, es tan necesario para la supervivencia del ser humano que aquellos bebés que no reciben muestras físicas de amor tienen riesgo de morir.
El doctor Bergman, uno de los pediatras neonatólogos más reconocidos del mundo, explica que los primeros mil minutos de vida son clave en el ser humano, y más cuando el parto ha sido complicado. En esta línea cada vez hay más estudios que confirman que poner al bebé piel con piel en el pecho de la madre nada más nacer reduce la mortalidad en un 50%.
En el curso de masaje para bebés aprenderás a utilizar el tacto nutritivo para establecer un apego seguro con tu bebé además de que le ayudarás a crecer sano y feliz.
Abrazos para mantenernos: la química hace la magia
Además de para sobrevivir, necesitamos los abrazos para mantenernos conectados con los demás. Cuando abrazamos o nos abrazan cariñosamente nos sentimos importantes y queridos. Es como si ocurriera una magia dentro y fuera de nosotros que nos hace sentir apreciados, tranquilos o seguros. En realidad, la magia de los abrazos es más bien química.
Las personas estamos cubiertos con una sábana increíblemente compleja llena de sensores que es la piel. Sus diferentes capas están repletas de células receptoras distribuidas de forma desigual sobre la superficie del cuerpo; tenemos aproximadamente cinco millones de terminaciones nerviosas. Cada una está especializada en recibir e informar al cerebro de los diferentes estímulos que percibimos: presión, frío/calor, placer/dolor, etc.
A través de las sensaciones que recibimos mediante la piel, se despiertan en nosotros emociones como amor, tranquilidad, confianza, protección, miedo, etc. que nos dan información sobre el entorno y nos hacen reaccionar ante él.
Es entonces cuando ocurre la magia de la química. Al dar o recibir un abrazo nuestro organismo segrega diferentes sustancias. Por un lado, liberamos oxitocina que refuerza la confianza en la otra persona, nos hace sentir queridos, importantes y nos ayuda potenciar las relaciones afectivas y evitar el aislamiento social.
También liberamos dopamina que nos hace sentir el abrazo como algo placentero (en el caso de que sea aceptado y deseado, de lo contrario liberaríamos cortisol, que es la hormona del estrés que nos alerta sobre momentos amenazadores y peligrosos); serotonina, relacionada con la sensación de bienestar y endorfinas, que coloquialmente se les conoce como los neurotransmisores de la felicidad.
Es por esto por lo que se puede decir que los abrazos, las caricias, los besos elevan nuestro nivel de felicidad. Nos mantienen en un estado de ánimo óptimo, agradable, placentero desde el cual conectamos con las demás personas y nos sentimos fuertes.
En consecuencia, los abrazos favorecen nuestra salud: se reducen los niveles de estrés, se regula el ritmo cardíaco y la presión arterial, se eleva la producción de glóbulos blancos y, por tanto, se fortalece el sistema inmune. Algunos estudios apuntan que los abrazos estimulan la hormona del crecimiento, disminuyen la probabilidad de padecer demencia y que no sólo mejoran la calidad de vida, sino que además favorecen a la longevidad.
Abrazos para crecer y sacar lo mejor de nosotros
Los abrazos sacan lo mejor de nosotros. Abrazamos:
- Cuando nos sentimos felices y compartimos la alegría con los demás.
- Cuando nos sentimos tristes o para consolar a alguien.
- Para demostrar amor y cariño a otros.
- Para proteger y para sentirnos protegidos.
- Para conectar con los demás, para acercarnos a ellos.
- Abrazamos para mostrar apoyo, solidaridad y empatía.
- Para saludar y para despedirnos.
- Para expresar sentimientos para los cuales a veces las palabras no salen o no son suficientes.
- Que nos abracen nos hace sentir amor, pertenencia, consuelo, seguridad, nos tranquiliza, reconforta, nos llena de energía y nos hace más fuertes.
Sin duda, los abrazos nos hacen crecer como personas, nos hacen sentir importantes, valorados, tenidos en cuenta y cuidados impulsándonos de esta manera a dar lo mejor de nosotros mismos.
¿Quieres que tu hijo crezca sano y feliz, aumente su autoestima, se sienta confiado, fuerte y seguro? ¿Deseas construir una relación de confianza y complicidad con tu familia? ¿Te gustaría poder hacer sentir mejor a alguien? ¿Quieres mejorar el día a alguien? Abrázalos.
En realidad, no existe un límite de abrazos para dar, cuantos más mejor. El contacto físico, en específico los abrazos no deben limitarse a los bebés o a los niños. Cuando somos adultos seguimos necesitándolos para sobrevivir, para mantenernos y para crecer.
Es maravilloso todo lo que contiene un abrazo, los mecanismos que se activan en nuestro interior y lo feliz que nos puede hacer este gesto tan sencillo y a la vez tan potente.
¡Ojalá nunca dejes de abrazar y recibir abrazos!