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junio 11, 2018

Las cosas difíciles, ¡las queremos! El valor del esfuerzo.


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La profesora de la clase de mi hija de 4 años trabaja con los alumnos el valor del esfuerzo enseñándoles una frase que repiten como un mantra cada vez que se les presenta a los niños algún reto que les cueste un poco más de trabajo. Ella les dice con entusiasmo: «las cosas difíciles…» Y los niños contestan gritando emocionados: ¡las queremos!»

Mi hija ha interiorizado la frase y ahora también la utilizamos todos en casa. Me parece una forma sencilla y práctica de aprender, o recordarnos, en el caso de los adultos, que las cosas que más merecen la pena son difíciles, llevan más tiempo conseguirlas y, por tanto, requieren un esfuerzo de nuestra parte.

Hay que ir, por tanto, en contra de lo que la publicidad nos hace desear. «Sana sin esfuerzo, recupera tu peso ideal.» «Aprende inglés sin esfuerzo.» «Gana dinero desde casa y sin esfuerzo.» Al leerlos puede parecer que me los he inventado, pero no, son anuncios reales que aparecen en Internet.

¿Por qué queremos hacer todo sin que nos implique ningún esfuerzo? ¿Por qué queremos obtener grandes beneficios sin tener que trabajar ni esforzarnos por conseguirlos? ¿Por qué el valor del esfuerzo tiene tan poca fama?

La vida acelerada de estos tiempos, así como la inmediatez a la que nos hemos ido acostumbrando, la poca paciencia o el consumismo en el que estamos inmersos, nos hacen desear cosas, lograr objetivos, aprender cosas nuevas, etc. como por arte de magia, con un clic o deslizando una pantalla.

¿Por qué es importante darle valor al esfuerzo?

No se puede alcanzar ninguna meta, al menos de manera válida y honesta, sin hacer ningún esfuerzo. No se puede obtener un título universitario sin haber asistido a clases, leído, estudiado, presentado exámenes, etc. No se puede «recuperar un peso ideal» sin hacer ejercicio, aprender a cocinar alimentos sanos, renunciar a la comida basura, etc.

Los deportistas de élite son uno de los ejemplos más claros del esfuerzo que requiere conseguir una meta. Encuentro perfectamente ilustrativo el título del libro que ha escrito el piragüista español Saul Craviotto: «4 años para 32 segundos: la recompensa del esfuerzo». Él trabaja y se esfuerza con perseverancia día a día, cumple un horario de entrenamiento, una dieta específica, e incluso, se prepara mentalmente durante 4 años para luego, darlo todo durante la competición que dura tan poco.

¿Qué hace que merezca la pena el esfuerzo durante tanto tiempo?

En este sentido, la sabiduría infantil de mi hija me enseña: «mamá, pero yo no quiero todas las cosas difíciles. Por ejemplo, el salto grande de ballet es difícil y ese sí lo quiero hacer. Pero coger una serpiente no lo quiero, aunque sea muy difícil.»

Pues eso, que el esfuerzo es tan importante como el motivo que hay detrás de éste. Si no hay algo que motive, no habrá esfuerzo por conseguirlo. Un niño -y en general cualquier persona- no se esforzará por nada que no desee o que piense que aquello no merece la pena. Puede haber algo que no nos motive per se, pero que es necesario para lograr una meta más alta. Es ahí donde reside la importancia del esfuerzo, en que es un medio sin el cual no se pueden alcanzar los propósitos.

Así que, tener objetivos o metas que motiven es el primer paso para que el esfuerzo por conseguirlo tenga un sentido. Y esa es una de las labores que, como padres, y también los profesores, tenemos con los niños, guiarlos y animarlos a que encuentren un sentido a las cosas para que merezca la pena esforzarse por lograrlas.

Enseñar el valor del esfuerzo.

El esfuerzo no es algo que se transmita genéticamente o que nos venga de nacimiento. Más bien es algo que se debe enseñar, vivir, ejemplificar y, sobre todo, practicar. ¿Qué es lo que los papás podemos hacer para transmitir a los hijos el valor del esfuerzo?

En primer lugar, dar ejemplo de perseverancia y lucha. Además, hemos de saber transmitirles el placer y la satisfacción que se siente cuando se ha conseguido una meta o se ha realizado un trabajo bien hecho como consecuencia del esfuerzo puesto en la tarea. Pero, para que esto sea eficaz, los hijos deben ser testigos del esfuerzo que ha habido detrás.

Por tanto, es imprescindible que demos más importancia al proceso que al resultado final pues es ahí donde cobra sentido el esfuerzo. Por ejemplo, cuando tu hijo te diga que ya sabe abotonarse sólo la ropa o atarse los zapatos, en lugar de felicitarle por lo que ha conseguido y decirle lo listo e inteligente que es, será mejor enfocarse en el esfuerzo que ha tenido que hacer, practicando constantemente, quizás durante muchos días, para poder hacerlo él mismo. O, en lugar de colgar sólo el dibujo final que te ha hecho, haz fotos mientras lo hace y cuélgalas también.

Un estudio realizado por la psicóloga Carol Dweck demuestra que cuando se reconoce el esfuerzo de una persona, ésta atribuye el éxito al trabajo duro, disfruta de emprender nuevos retos y mejora su perseverancia. Por otro lado, cuando se elogia la inteligencia, las personas disminuyen su resistencia al fracaso, son menos perseverantes y, además, intentan mantenerse en esa «zona de comodidad», en donde ya saben que les va bien.

También es fundamental que las metas sean reales y de acuerdo a las capacidades de los niños. Esperar mucho más de lo que son capaces resulta desalentador y estresante, tanto para los pequeños como para los adultos. Siempre será mejor dividir el objetivo final en pequeños pasos que se puedan ir alcanzando poco a poco. Y, lo más importante, reconocer el esfuerzo y los pequeños logros, aun cuando no se esté alcanzando la meta.

En sentido contrario a exigir de más, a veces podemos cometer el error de facilitarles algunas cosas para que ellos no tengan que sufrir o esforzarse tanto; «para que tengan las –oportunidades, beneficios, cosas materiales, etc.- que yo no tuve». Ya por el simple hecho de vivir la época que estamos viviendo, los niños de ahora tienen muchas más facilidades y comodidades que las que nosotros tuvimos. Sin embargo, hay cosas que ellos deben vivir, experimentar y aprender por ellos mismos.

María Montessori decía: «no hagas por un niño nada que él sea capaz de hacer por sí mismo.» Nos es muy fácil adelantarnos a ayudar, porque somos más rápidos y hacemos las cosas mejor. A ellos seguramente no les saldrá tan bien como a un adulto, ni tan perfecto ni tan rápido, pero es parte del proceso de aprendizaje. Yo iría un poco más allá de los niños y lo aplicaría también a adolescentes y jóvenes.

Si los rescatamos cada vez que se topen con algo que requiera esfuerzo porque pensamos que así los ayudamos y les evitamos sufrimientos que consideramos innecesarios, les estamos haciendo un daño terrible. Llegará un día en que no podamos auxiliarlos y serán incapaces para salir adelante ellos mismos.

Ya lo decía Confucio, «educa a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío». Pensemos un poco menos en el beneficio o el resultado que se obtendrá a corto plazo, y más bien eduquemos con enfoque en el largo plazo. Al evitarles esforzarse, les impedimos desarrollar otras capacidades como la tenacidad, perseverancia, tolerancia a la frustración, resiliencia, constancia, pensamiento creativo, etc.

En conclusión, las cosas más difíciles y las que más trabajo cuesta conseguir, son las que merecen más la pena; y para lograrlas es necesario esforzarse y luchar por ellas, no hay otro camino. Enseñarles a los niños el valor del esfuerzo es darles herramientas para ser capaces de afrontar nuevos retos, aprender durante el proceso y crecer como personas.

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